Historias de las que no se habla… Noches de terror en el Palacio Tampieri

Un relato de la periodista TERE CAPDEVILLE.

SECCIONES - OPINIÓN25/09/2017 Tere Capdeville
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  Imposible contarlo   sin ubicar primero el escenario.  Porque lo que allí ocurre, no puede prescindir de ese marco   que protege  celosamente  viejas historias y potencia  anécdotas  para convertirlas en leyenda.  Hoy:  la leyenda del “palacio”  Tampieri.

 Una publicación  capitalina la nombra como “la más querida casa de los sanfrancisqueños”. Rechazo ese concepto.  Es sin duda la construcción más fastuosa, imponente  y emblemática de la ciudad.  De ahí a atribuirle  la virtud de  aglutinar los mejores sentimientos de la población de esta “maravillosa ciudad del este donde yo siempre quiero vivir”,   hay una distancia enorme. Al menos para una parte mayoritaria del pueblo, en la que me incluyo.

  Me resulta imposible ver y admirar su magnificencia y al mismo tiempo eludir el contexto histórico,  social y político en que fue erigida, allá por el comienzo de la tercera década del siglo pasado. Hace días nomás   celebramos los cien años de la  Escuela Normal ;  recordamos entonces la concepción filosófica y política que  logró expresar  en el  extraordinario edificio  del querido establecimiento educacional  el sentido de la obra para el que fue destinado:  la formación de  maestros,  en un ámbito de excelencia,  proclamando para los tiempos la prioridad irrenunciable de   “educar al soberano”.

                                                                        ¿Para qué…?

Vuelvo a la inmensa construcción hoy sede del gobierno municipal,  cuya denominación fluctúa entre “palacio”  y “palacete” y trato de hallar los porqués  de ese  inmenso derroche de riquezas expresadas en todas las formas posibles.  A  la perfección estética buscada  y lograda,  se sumaron  la sofisticación de los mármoles de Carrara para pisos y escaleras   traídos especialmente de Europa, al igual que  todos los detalles de construcción; las mayólicas españolas del jardín de invierno ; el mobiliario; los suntuosos cortinados  de seda;  las deslumbrantes arañas con cientos de lamparitas;  los vitrales que atrapan toda la luz y el color en un estética que provoca el asombro; las terrazas con  imágenes de  personalidades de la historia; el forjado exquisito de las rejas  que con distinta  función  se  multiplican dentro y fuera del edificio… Como si todo eso no fuera suficiente, muros y  techos de todos los ambientes eternizan en  frescos y temples distribuidos en profusión,  la obra del  extraordinario pintor brasilero Fernando Bonfiglioli  (1893-1962)  de prolífica y celebrada producción,   cuyo nombre  honra  al Museo de Arte de la ciudad de Villa María…

                                                       Bello palacete, nunca hogar…

  En resumen:   arte, lujo ,belleza y  ostentación,  distribuidos en una superficie de más de un cuarto de manzana y  con una  importante  construcción contigua   destinada a vivienda y lugar de entrenamiento  de un verdadero ejército de sirvientes… Todo, todo…   para albergar a una pequeña familia  que  huyó de la miseria a la que   su tan admirada Europa la había condenado y  buscó en estas tierras,  junto a la bonanza de la prosperidad económica, las alturas de una clase social que no le pertenecía por origen. El destino, no obstante,  tenía dispuesto para ellos que  sólo consiguieran  dejar en la mansión junto a   la impronta de su nombre,  la mácula de una historia  sin fin que nadie, todavía, osa escribir…

                                              Al lado, a la derecha…

                                        (siempre a la derecha, obviamente)

 La fortuna que parió el “palacio” y encumbró a sus propietarios  en el perfumado círculo selecto de la burguesía citadina, creció ininterrumpidamente en la primera  mitad del siglo pasado entre los muros del edificio aledaño  ubicado a su derecha,   que fue por años sede de la autoproclamada “la más grande fábrica de  pastas alimenticias de Sudamérica”. De esa misma administración dependían  numerosos emprendimientos satélites  que abarcaban diversas actividades productivas. No hay relevamiento de la historia de San Francisco que no levante los aconteceres de esa industria pionera,  ni pondere  la capacidad visionaria y progresista del empresario que le dio origen, así como las virtudes cuasi “patricias” de sus familiares. No obstante,  esa historia oficial   que irremediablemente  se ve en la obligación de narrar el final del imperio fideero   con  toda la carga dramática de los graves hechos que acompañaron ese estrepitoso derrumbe,   se esmera en proyectar bien lejos de sus propietarios las causas del  colapso financiero.   Ni una  palabra  de las feroces internas familiares, de la obscena dilapidación de la fortuna, de la  incapacidad  supina  de los herederos del fundador,  ni de las pasiones enconadas  que los pusieron   a todos contra todos  para precipitarlos a un final  previsible,  miserable,  sin abolengo ni dinero, perdida para siempre  la  enjundia de un apellido que se  diluyó en el ostracismo…

De esa gloria pasada sobrevive   el testimonio  del palacio Tampieri.  El intendente radical  Aldo  Ferrero promovió su compra en la década del  ´60 y desde entonces es la sede oficial de la Municipalidad de San Francisco.   La Provincia lo muestra como una de sus “maravillas” y las sucesivas administraciones  comunales  vienen desde entonces haciendo malabares para afrontar los gastos de mantenimiento, que se llevan sumas considerables.

                                                        El terror en las noches

 La historia oral me seduce.  Es la transmisión de los hechos que se permite eludir la formalidad muchas veces engolada del texto escrito para enriquecerlos con anécdotas subterráneas, nombres olvidados, detalles que se quedaron  entre los pliegues de una sábana o  se  acurrucaron en algún ignoto rincón   y saltan de improviso,   en el momento menos esperado, dando por tierra con un relato que se tenía  por verdad revelada…

 Fue así como me llegó la información. Viene pasando  desde hace décadas, me dijeron.  Todos los trabajadores  que debieron cumplir   en soledad la tarea de vigilancia nocturna, lo vivieron y padecieron.  Algunos  “quedaron  mal”   por las experiencias  a que se vieron sometidos; otros se niegan terminantemente a hablar del asunto  y unos pocos acceden  a desahogarse, con reparos que comprendo,   pidiendo la seguridad del anonimato.

                                                              El miedo, desde el vamos…

 

El hombre, sencillo, llano en el discurso y parco al momento de pedirle que se explaye, termina accediendo.  Desde que se jubiló, me confiesa,  jamás volvió a ingresar en el   “palacio”.  Le pido que me acompañe a hacerlo ahora, para ubicar  “in situ”  lo que  tiene para decirme.  Se niega terminantemente.     - Jamás volveré  “ahí”, a “eso”, me dice con vehemencia.  Me conformo  y   lo escucho. Venía de las consecuencias y la discapacidad que le dejó un  trabajo duro   e injusto;   el ingreso en el plantel de obreros de la municipalidad le pareció entonces la reparación de las penurias pasadas y  esperanzado se dispuso  a cumplir sus funciones como personal de vigilancia nocturna de la sede de gobierno.  Nunca imaginó lo que le esperaba cuando esa primera  noche se instaló en la cocina, lugar desde el que iba a desplazarse en las  recorridas que debía efectuar durante las horas de su turno.  La  apacible soledad que le estaba dando el lugar, se alteró repentinamente cuando oyó que llovía  torrencialmente; se desorientó:   al llegar,   el cielo límpido y la noche serena  le habían asegurado un clima sin sobresaltos;   salió rápidamente a la galería que da al patio interior y creyó estar alucinando:  el cielo seguía tan despejado como antes,    no había caído ni una gota y el único movimiento  que percibió fue el del aletear de  varias lechuzas  que se habían posado en el aljibe y lo  miraban impasibles. Hacia el este,   la silueta dramática  de la chimenea de la ex fábrica, le pareció  más alta y triste que nunca… Conmovido, continúa  relatando, reingresó para buscar la comodidad y el amparo de su silla; cuando pasados algunos minutos  sus sentidos volvieron a percibir lo que antes, no dudó: prendió la radio y subió  el volumen,  hasta que sintió que ensordecía…

                                                                     Sombras que se desplazan,

                                                                    violentos golpes en el subsuelo…

   Ser destinataria de estas confidencias me lleva a recordar mis visitas a la Escuela Normal y la gran  cantidad de testimonios sinceros que pude recabar en relación con la leyenda  que vincula a los fenómenos  que allí ocurren con la figura de  Cecil Newton;   pero  también,  y esto es lo que me llama especialmente la atención,   se contrastan las emociones provocadas por los hechos  en uno y otro lugar.  El hombre con quien hablo   sintió miedo, mucho  miedo,  y aunque lo niega, su relato  logra conmoverme porque  ese temor sigue presente en los recuerdos que  advierto quiere arrancar de la memoria.  Allá, en la Normal, las muchas personas con quienes hablé  se refieren con una cierta ternura y comprensión  a la presencia  que intuyen y aceptan  como parte integrada a la escuela…

 Mi interlocutor  continúa:   desde esa primera vez y a lo largo de los más de seis años que duró su permanencia en su tarea específica,   cada nueva jornada laboral se le presentó como un castigo.  Hubo en todo ese tiempo  sólo  contadas noches  de extraña paz  en las que el timbre del “103”  lo sobresaltó como preanuncio del terror.  Cuántas veces, recuerda,  sintió la necesidad de  hablar con  el policía que en las rondas pasaba a preguntar si había alguna novedad… Pero, vuelve a reflexionar,  cómo  decir  “algo” que  pudo haber sido interpretado por terceros  como producto de su fantasía   e incluso haber afectado su estabilidad laboral… Sólo tuvo el consuelo de saber que otros empleados habían pasado por lo mismo; que no se estaba volviendo loco; que  “eso” ocurría y que  si tenía suerte,  cuando le llegara la hora de jubilarse se iba a liberar del tormento… A su lado, su mujer asiente y confirma que debió contenerlo día a día, durante seis años y que  aunque el “palacio” ya no está en la rutina de sus vidas, los  recuerdos vuelven muchas veces con su carga de enigmas inquietantes…

                                                          “No aguanté… ESOS están peor que nunca”

  Durante horas, cada noche  a lo largo de los años, sombras que se desplazaban  sin corresponder a ninguna presencia física; ruidos de golpes violentos en el subsuelo;   voces,  murmullos y  sonidos que decían de movimientos en el piso superior y en el último tramo de la imponente escalera de mármol; objetos que se movían de lugar;   pesadas puertas que se abrían solas y volvían a cerrarse  y  el sonido muy frecuente de agua cayendo hacia el sótano fueron las constantes que el pobre trabajador debió incorporar a sus rutinas de  sereno. Le pregunto si alguna vez intentó  contarlo.  Asiente. Confió sus pesares en una ocasión al  recordado Caty Solís,  quien sugirió convocar la presencia de algún sacerdote; pero no sabe   si  se hizo. Las  penurias de ese tiempo fueron sí compartidas con otros compañeros que estuvieron afectados   a la misma función y  padecieron lo que él; me da sus nombres y casi me ruega que los contacte. -No sé si   hablarán, me dice, pero inténtelo.   Intuyo que busca, una vez más,  que otros confirmen  lo que él contó ya  tantas veces. Me recomienda especialmente buscar el testimonio de un compañero al que recuerda con afecto, también jubilado,   que una noche  huyó literalmente del interior del edificio y se refugió en su vehículo estacionado sobre Echeverría, esperando el relevo. Nunca olvidará, me dice, la expresión angustiada de su rostro cuando él llegó y  las palabras que   resumieron los motivos del espanto: “ No aguanté… me escapé…  ESOS están peor que nunca…”.

 No he vuelto a verlo, pero si lee estas líneas sabrá que seguí su consejo. Y que con los matices propios de cada narrador  recibí historias  y relatos que son calco de   sus recuerdos…  Otros, como él,  respondieron también que las experiencias alcanzaron  límites casi insoportables los días martes y que muy esporádicamente se diluyeron  en el denso   silencio de las noches del palacio, en esos casos sólo alterado por  la estridencia de algún llamado al “103”…

 Un dato no menor que bien puede atribuirse a la fatalidad pero que en el contexto de esta historia adquiere un perfil conmovedor,  se corresponde con la noticia que hace pocos años trascendió en el medio.   Las dependencias municipales del palacio se abrieron con atraso una  mañana. El sereno no pudo cumplir con su tarea  porque  había muerto durante la noche víctima de un infarto.  El querido “Gallego” García, me dice uno de mis entrevistados, tenía una expresión de terror que nunca podré olvidar…

                                                                  Museo a la vista…?

  El mantenimiento del “palacio”  es todo un tema para los responsables del presupuesto municipal.  Seguramente al traslado del Concejo  Deliberante  previsto para fecha próxima le seguirá el de las demás dependencias, que con  un nuevo anclaje   más funcional  y menos oneroso  dejarán en poco tiempo  sumida en una calma absoluta la inmensidad de la casona.  Tal vez un destino de museo le esté reservado para los tiempos por venir. Mientras  tanto, al mismo ritmo en que va cesando la actividad administrativa, una  atmósfera de  tristeza  se va instalando en los ambientes  cada vez menos transitados.  Dentro de poco, tal vez, el silencio irá  cerrando una a una las pesadas puertas,  trepará la señorial escalera, se deslizará por los pliegues de los suntuosos cortinados    y  extasiándose  ante los maravillosos vitrales que serán sólo suyos, ocupará  su tiempo de eternidad  en acomodar en intangibles anaqueles los recuerdos  de la historia de la ciudad que quedó atrapada entre esos muros…

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