El hijo de un carnicero local que brilla con su novela sobre el terror de la dictadura

Máximo exponente de la literatura de terror, no quiere a los piamonteses

LOCALES 15 de junio de 2024
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Maestro del terror literario con su premio Clarín

Luciano Lamberti (46) nació y se crió en San Francisco. Recuerda una infancia con mucho campo, pastos altos y un lote abandonado detrás de su casa donde había una vivienda a medio construir. A pocos pedaleos de bicicleta, la intemperie de la llanura abierta, esa nada que tanto puede ser bucólica como amenazadora. En su evocación, repone las excursiones con su hermano para cazar pajaritos y también las horas en la carnicería de su padre, entre medias reses, cuchillas, vísceras y sangre.Muy ácido en una entrevista de Clarín. 

“Criarte en un lugar así estaba buenísimo. Después, a San Francisco lo odié porque era conservador, todos piamonteses a los que sólo les interesaba hacer guita, pero ahora me volvió a gustar. Regreso y me parece fantástico. Los chicos todavía van en bicicleta al colegio”, dice.

Uno puede tirar líneas, como un árbitro del VAR, y enlazar aquellos escenarios infantiles con los que aparecen en su último libro, Para hechizar a un Cazador, que le valió el Premio Clarín de Novela 2023. El lado sombrío de la calma chicha. El infierno del pueblo chico.
 
 Lamberti es uno de los más destacados referentes de la literatura de terror en la Argentina, acaso el género más exitoso de los últimos tiempos, y su nuevo libro es una prueba de ello. Les da una nueva dimensión a los horrores de la dictadura militar, reversiona la clásica idea del pacto fáustico y apuesta a un relato coral en el que se esfuman los límites entre víctimas y victimarios hasta construir una tragedia onírica e inquietante.

 Portada de "Para hechizar a un Cazador", el nuevo libro de Luciano Lamberti.

-San Ignacio, el pueblo ficticio donde transcurre la novela, tiene algo de San Francisco.

-Completamente. En el centro de San Francisco, cerca de la Municipalidad, hay una mansión abandonada con torres y todo. Cuando tuve que pensar en un escenario para la novela, tomé ese caserón como modelo.

-¿A qué le tenías miedo cuando eras chico?

-Ahora estoy recuperando los miedos infantiles, porque ser padre también te ayuda a eso. Le tenía miedo a la oscuridad, a los sueños extraños… Yo fui criado dentro de la imaginería católica, uno de los primeros libros que leí fue La Biblia para Niños, por lo que la idea de estar acechado por el Mal, de que hubiera presencias, es la fuente de todo. Y por más que yo no haya criado a mis hijos en el catolicismo, ellos también sienten el mismo miedo atávico a la oscuridad, algo simbólico: miedo a otra cosa que se encarna en lo oscuro.

-Tu padre era carnicero, un oficio de tajos y sangre. ¿Influyó ese entorno para lo que ibas a escribir en el futuro?

-Al principio estaba naturalizado. Iba a la carnicería a hinchar los huevos, y la carne y la sangre estaban ahí. Me ponían a amasar la pasta de los chorizos. Con mi hermano comíamos carne cruda. ¡La carne picada condimentada para los chorizos con criollitos, una cosa animal! (Se ríe). Mi viejo era del campo y ahora, a la distancia, veo las diferencias de crianza. Si yo les llego a decir a mis hijos “vamos a cazar”, me van a responder: “¡Estás loco, matar a un pajarito!” Pero yo iba a cazar perdices con mi papá, alguna vez tiré con la escopeta…
Mi hermano tenía 50 y murió el año pasado. Fue tremendo. Sentís que las balas empiezan a picar cerca.

-¿Te acordás qué libro o qué cuento te hizo sentir miedo?

-La Biblia de los Niños. La soñaba… Soñaba con el Diablo y esas cosas. Pero, después, imagino que algún relato de Ray Bradbury o de Horacio Quiroga. No había muchos libros en casa, pero tenía una tía que trabajaba en una biblioteca y que, cada vez que se rompía un libro, me lo mandaba. Recuerdo como muy impresionante ese cuento de Crónicas Marcianas que se llama La tercera expedición, donde unos tipos encuentran la casa de su infancia en Marte: eso fue como un flash, una cosa que no podía creer. Bradbury fue un escritor que me marcó mucho.

-¿Los miedos te fueron cambiando de adulto?

-Sí. Aparecen el miedo a que le pase algo a mi familia, el miedo a la inseguridad, el miedo a no tener plata, el miedo a que les pase algo a los chicos… También el miedo a volverme loco, tipo tener un brote, algo que puede pasar como un rayo… O a envejecer, a morir…

-La finitud empieza a verse como un horizonte.

-Mi hermano tenía 50 y murió el año pasado. Fue tremendo. Como la muerte de Carlos Busqued (N. de R: escritor, autor de Bajo un sol tremendo). Sentís que las balas empiezan a picar cerca, que la muerte no es algo imposible.

-Alguna vez dijiste: “La paternidad me volvió más oscuro”. ¿Por qué?

-¡No tengo idea por qué dije eso! (Se ríe). Si lo pienso un poco puede ser, aunque debería ser al revés. Pero como dice Stephen King, uno saca la basura en la literatura y le pone adentro cosas que no experimenta en la vida o que ni siquiera piensa. Es como una especie de terapia.

-Es el tomar elementos de la propia historia y decorarlos con elementos ajenos…

-En mi taller hablamos mucho de la autoficción y de qué parte de la literatura es autobiográfica. Hoy se piensa como autoficción a un posteo de Facebook, pero Borges en gran medida hacía autoficción. Yo creo que los escritores que tienen estilo y son interesantes tienen como una zona autobiográfica, la zona de interés, cosas que se repiten en ellos por más que no sean objetivamente biográficas. Son formas de simbolizar problemas que uno tiene. A veces me releo y pienso: “Ah, acá estaba reponiendo tal parte de mi vida”.

-También es cierto que, bajo el paraguas de la autoficción, es probable que alguien escriba una novela sobre cómo se le encarnó una uña.

-Lo importante es no parecerse a la vida. Cada vez que escucho que algo es “como la vida misma” me pongo de los pelos. Soy fan de la frase de (Alfred) Hitchcock que dice que el cine no es un pedazo de vida, es un pedazo de torta. O sea, es algo lindo, rico, con límites, ¿no? Yo le he llegado a decir a mi hijo de 9 años que la vida no tiene sentido, pero el arte sí. La vida es deshilachada, confusa, poco climática, siempre tiende hacia lo trivial. En cambio, el arte es esa partecita de la vida que uno adorna para que tenga sentido. Yo veo la película Kung Fu Panda y digo: “Esto tiene sentido”. Es algo con principio, medio y final, que tiene un tema, y para mí eso es la función del arte.
Con mis amigos vimos el terror más impresionante en la primaria, en la casa del único que tenía videocasetera.

 Luciano Lamberti tiene 46 años. Nació en San Francisco, Córdoba. Foto: Alejandra López.
Lamberti y el boom del terror

-¿Por qué escribís terror?

-Hace 22 años que escribo género. No es que me haya pegado ahora porque está de moda.

-¿Y qué te llevó a él?

-Al principio había escrito un libro, El asesino de chanchos, que era realista. Y cuando terminé Letras, me dije: “Ahora voy a hacer algo que tenga que ver más con las lecturas de mi infancia”. Nada de parejas en crisis con problemas económicos. Voy a trabajar en base a King, Bradbury, Cortázar, los autores que de alguna forma me habían impulsado a escribir. Al ser lecturas iniciáticas, hacen algo en tu cabeza que no hacen otras. Bueno, me dije, voy a recuperar esa inocencia. Y escribí El loro que podía adivinar el futuro, que es un libro de cuentos de terror y de ciencia ficción.

-¿Y qué pasó?

-En Córdoba no era tan común. Me decían: “¡¿Qué estás haciendo?!”. Un amigo que escribe a lo (Raymond) Carver se preguntaba: “¿Qué es este exotismo cordobés?”. Pero me parecía que estaba bueno, me divertí un montón y pensé que había algo para explorar ahí. El otro día contaba en el taller que, cuando tenía diez años, iba al videoclub y pedía Mujeres descuartizadas a la medianoche y me daban la película sin problemas. Con mis amigos vimos todo, El resplandor, It, La cosa, el terror más impresionante en la primaria, en la casa del único que tenía videocasetera. A los padres no les importaba una mierda y por más que yo me cagara en las patas y quedara traumado por un par de días, estaba buena la experiencia.

-Hay un boom del terror argentino: Mariana Enriquez, Diego Muzzio, Marina Yuszczuk, vos… ¿Hay alguna razón que lo explique?

-No tengo ni idea. Igual, no es algo que haya explotado ahora. En los ‘90, lo que pasó fue que el terror se trasladó a las cuestiones sociales. Entonces lo que primaba era el realismo. Pero la tradición argentina, como dice la Enriquez, tiene a Cortázar, Borges, Bioy Casares, todos escritores de fantástico. Es decir, la literatura nacional no está exenta de género.
En el fondo yo quise escribir un libro sobre resucitados. Lo de la dictadura surgió después.

Lamberti y la dictadura

-En tu nueva novela, das vuelta cierto sentido común respecto a cómo hemos procesado la dictadura. Las víctimas asumen un rol diabólico en lugar de la lucha pacífica por la memoria, la verdad y la justicia. ¿Pensaste que podía ser un riesgo?

-Sí (se ríe).

-¿Y cómo lo resolviste?

-La tradición de las novelas sobre la dictadura es como muy… (piensa). Llegó a un momento de agotamiento. Como dice Busqued, se escribió mucho indicando quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos. Lo que hizo el kirchnerismo, de alguna forma, fue dar una versión oficial. Era como repetir el discurso del Estado. Y a mí me pareció que tenía que escribir algo perturbador. Por eso está el capítulo Perla, Perla, donde ves un centro de detención como un hotel…

-Una idea disruptiva.

-Porque yo quería que se filtrara, por debajo, lo que nosotros sabemos sobre lo que pasó. El capítulo termina siendo de terror, pero al principio está pensado para que el lector vaya metiendo su propio conocimiento sobre el tema.

-Sí, es polémico, pero fijate que lo que hacen ellos (Griselda y Braulio, los padres de un joven desaparecido por la dictadura) es, en realidad, un acto de amor, la imposibilidad de hacer el duelo, la manera que encuentran de cerrar lo que quedó abierto. ¿Por qué queda abierto? Porque le matan al hijo.

-Pienso en Cementerio de animales, de Stephen King.

-En el fondo yo quise escribir un libro sobre resucitados. Pensé en qué me daba realmente miedo. Y a mí lo que me da miedo es La pata de mono, el mejor relato de terror de la historia, paradójicamente escrito por un humorista (W.W. Jacobs). Y después Cementerio de animales, que es una reescritura de La pata de mono. Dije “va por ahí”, me puse a buscar una forma y después surgió lo de la dictadura. En principio escribí el capítulo donde los padres van al cementerio a llevarse el cajón. Más tarde apareció todo el marco y se fue complejizando. Tengo miedo de que sea mal leído y me odien profundamente, pero bueno…

-Cuando contás la toma de La Calera por parte de Montoneros, pintás la ingenuidad y el compromiso de los militantes de base, que contrasta con una cúpula lejana, marcial y bastante delirante.

-Completamente. Hay una visión idílica de Montoneros, la mirada poética de ellos como entes casi fantásticos, que es lo que se les critica precisamente, y la de ellos como pendejos tirados al campo de batalla.
  Luciano Lamberti en el Teatro Colón, la noche en que ganó el Premio Clarín Novela 2023. Foto Juano Tesone.

La corrección política

-En los últimos años se produce el fenómeno de la corrección política aplicada al arte y muchas veces el arte es pasado por un tamiz moral. ¿Cómo te parás frente a eso?

-No lo considero un problema. En la Argentina, al menos. Es un problema para países que en sus editoriales tienen lectores sensitivos, qué sé yo... Las editoriales de acá todavía no están en ésa. Sí es un problema en los autores, donde empieza a funcionar la autocensura: “Esto no lo voy a poner porque voy a ofender a alguien”. Y eso genera una literatura lavada. ¿Qué es lo interesante de (William) Faulkner? La forma brutal en la que narra el racismo. A mí no me importa si él era racista o no, seguramente lo era. Pero su forma de escribir la segregación, lo conservador, lo religioso en el sur norteamericano, a mí me parece alucinante. Si vos le sacás eso, dejás una cosa lavada. Yo creo que es algo que pasará. Espero que pase.

-En este marco de crisis, ¿la escritura se puede encarar como un medio de vida?

-Ni en pedo voy a vivir de la literatura. Me encantaría, sí. Pero ni en pedo. Yo escribo mucho. Tengo tiempo para hacerlo porque laburo en casa dando talleres, una tarea que no demanda tanto trabajo y la paso bien. Pero me gustaría dedicarme sólo a escribir para pasar más tiempo con mis hijos. La infancia es veloz, y yo justo doy clases de 18 a 20, que es el momento en el que ellos hacen actividades en las que me gustaría estar para acompañarlos. Pero no lo veo en el horizonte. Tal vez sí escribir guiones, que da un poco más de guita. Yo el año pasado escribí un guión para un largometraje basado en un cuento mío. Me encantó, estuvo buenísimo. Aprendí, pienso que es una salida elegante. Al final, también es contar una historia. Las historias son las historias, por más que tengas un productor que te vaya a romper los huevos. No tengo prejuicios tipo “ay, no, una serie”.

-Decías que hay gente que quiere ser escritor no para escribir sino para ocupar cierto rol social. Un hacer “como sí”.

-Hay mucho malentendido en torno a la literatura, o sobre lo que pasa cuando publicás un libro. Hay gente que cree que te cambia la vida. Y realmente no es así. Sobre todo con el primero y con el segundo. Lo más probable es que no pase nada, que nadie te dé pelota, que el libro no venda, a no ser que sea un boom y eso es uno de cada millón. Yo soy de la idea de César Aira: mucha gente quiere ser escritora sin tomarse el trabajo de escribir. Porque es realmente un trabajo. Yo lo pienso así por más que no te dé guita. Es como hacer un buen plato de cerámica. Esa tiene que ser la satisfacción. Después, si vas a publicar o si sale una notita es algo menor. Ojo, que es cierto que, cuando ves que un streamer publicó un libro, decís: “¡Yo hace veinte años que estoy escribiendo y el tipo este vende millones!”. Puede ser un poco angustiante.
Y encima te encontrás con que el tipo tiene una cola de 200 personas en la Feria del Libro.

-Por eso, la satisfacción de escribir tiene que venir de hacer lo mejor que uno pueda. Después, la repercusión ya no depende de vos.

-Algunos creen que la toma de postura pública de un autor contribuye mucho a su figuración como escritor. En El ruido de una época, Ariana Harwicz dice que te invitan a un festival por la bandera que levantás y no tanto por lo que escribís.
-(Lanza una carcajada). Son las reglas del juego. Podés oponerte y quedarte refunfuñando o aceptarlas, ir para adelante y tratar de jugar con ellas. Me parece que todos los escritores venden una imagen, excepto (J.D.) Salinger y (Thomas) Pynchon. Tienen un mito de origen, se editan de determinada forma y uno va a leer eso, también. La figura del escritor oculto me gusta. Aparece mucho en (Roberto) Bolaño. Los libros de uno son mejores que uno. Cuando otro los lee, la imagen que se genera del autor es mucho más alta y grandiosa que el autor real. Decepciona un poco conocerlos, por lo menos en mi caso. Prefiero la imagen mental que me hice.
-¿Qué te alejó del catolicismo que practicabas en tu infancia?
 
-¡El adoctrinamiento de las universidades públicas! (Se ríe). Me van a crucificar. El hecho de haber estudiado, de haber salido de San Francisco directo a Letras. De pronto te tiraban lecturas por la cabeza y yo decía: “¡¿Cómo estuve creyendo en Dios, qué locura?!” A la luz de los últimos hechos me voy poniendo de nuevo un poco católico. Pensar en el prójimo es una forma de resistencia. Pero en aquellos años pensaba que era una forma de dominación sobre los individuos. Ceguera, inocencia. Pero la dimensión religiosa de la vida, seas de la religión que seas, está buena, porque si no, ¿qué? ¿Qué es la vida?
-Un azar biológico.
-Claro. Un embole. Está bueno buscarle un sentido de alguna forma. Los personajes de mi novela buscan eso, aunque estén del lado del Mal. Algo que esté más allá de la experiencia cotidiana. Y me parece que eso es una preocupación mía también.
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